Lo que Alan García no parece preguntarse es cómo así
aquellos que él llama ‘ratas’ se aproximaron a su administración.
La detención a fines de la semana pasada del ex
presidente del Comité de Licitación del metro de Lima, Edwin Luyo, y el
allanamiento de la vivienda del ex viceministro de Comunicaciones Jorge Cuba
Hidalgo –funcionarios del segundo gobierno aprista investigados por las coimas
que la empresa Odebrecht pagó en nuestro país para ganar licitaciones–
merecieron rápidamente un comentario de parte del ex presidente Alan García.
En su cuenta de Twitter, efectivamente, el ex mandatario
colgó un mensaje que decía: “Muy bien la Fiscalía de la Nación. A la cárcel.
Ratas como esas ensucian grandes obras que sirven al pueblo”. Una comunicación
en la que resaltaba la expresión ‘ratas’, de una dureza infrecuente en el
discurso de García.
No se trata, sin embargo, de la primera vez que él acude
a esa áspera figura. Como se recuerda, en el 2008, al destaparse el caso de los
llamados ‘petroaudios’ mientras él era jefe de Estado, aludió también a Rómulo
León Alegría y a Alberto Quimper con ella.
“Consideramos gravísimo que un funcionario público
traicione la confianza del Estado y del país, y pueda coludirse con lobbistas
repartiéndose comisiones. La mejor manera de responder a estas barbaridades y a
estas ratas es actuando de inmediato y logrando que se pueda depurar nuestro
gobierno y nuestro Estado de cualquier acto de corrupción”, sentenció la noche
misma en que se desató el escándalo. En ese entonces Quimper era miembro del
directorio de Perú-Petro y el lobbista al que se refería (aunque luego intentó
negarlo) era, con toda probabilidad, León Alegría.
De más está decir que la dureza de la expresión da la
impresión de ser directamente proporcional a la distancia que quería tomar de
personajes que enturbiaron su última gestión. Pero llama la atención que, por
ese mismo camino, García no se pregunte cómo así aquellos que él llama ‘ratas’
acabaron aproximándose a su administración.
¿Es que acaso se sintieron atraídos hacia ella por una
tonada misteriosa, como en el famoso cuento del flautista de Hamelín, o existía
en la forma de tomar decisiones de la misma algún ingrediente que proveyese el
contexto ideal para las conductas dolosas?
Quizás el recuerdo de cómo se adoptó en el gobierno
aprista la resolución de asumir el proyecto del metro de Lima –ocasión de las
coimas que han motivado la detención de Luyo y la persecución de Cuba– arroje
luces al respecto.
Como da cuenta un reciente informe de la unidad de
investigación de El Comercio, el 19 de febrero del 2009, por la mañana, el
entonces presidente Alan García viajó al Cusco con su ministro de Transportes,
Enrique Cornejo, para inaugurar un tramo de la Interoceánica del sur. El
representante de Odebrecht en el Perú, Jorge Barata, viajó con ellos. Por la
noche, el mandatario convocó a una sesión extraordinaria del Consejo de
Ministros donde se dio forma al Decreto de Urgencia 032, que le permitió al
gobierno hacerse cargo de lo que originalmente estaba en manos de la
Municipalidad Metropolitana.
Al día siguiente, se firmó el convenio con esta última
para oficializar la intervención del Ministerio de Transportes y Comunicaciones
(MTC) en la operación. El 28 del mismo mes se publicó el decreto de urgencia
que disponía que el MTC ejecutase las obras del tramo 1 del metro. Meses más
tarde, se firmó, finalmente, el contrato entre el MTC y el Consorcio Tren
Eléctrico Lima (integrado por Odebrecht y Graña y Montero).
Según la contraloría, el resultado de este expeditivo
procedimiento e irregulares gastos adicionales fue un perjuicio para el Estado
de US$111 millones, lo que derivó en la atribución de responsabilidades
administrativas y penales a una variedad de funcionarios comprometidos con los
trabajos.
¿Puede alguien legítimamente extrañarse de que las
‘ratas’ se sintiesen eventualmente convocadas por un modus operandi semejante,
donde la urgencia concedía márgenes insólitos a la discrecionalidad de los
funcionarios?
En esta página pensamos que no. Y que, más allá de las
responsabilidades políticas que entraña cada uno de los nombramientos que hicieron
posible esta corrupción, los ecos de la vieja tonada de Hamelín que ella evoca
todavía tienen que ser plenamente descifrados.
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